Hace algunos años estando de paso por la Universidad del Centro, Huancayo, escuché esta historia del brasileño Paulo Coehlo, contada por unos estudiantes que habían formado un ruedo; hablaba sobre la amistad y la solidaridad y llamó mucho mi atención quedando registrada en algún lugar de mi memoria, eso pasó hace ya más de 20 años y definitivamente no será algo textual y Coehlo lo tendrá escrito en algún lugar pero prefiero, en esta ocasión, el recuerdo oral que me permite adicionar algo de mi propia cosecha en la narración:
“Un hombre, su caballo y su perro eran un equipo y sobre todo, eran amigos; caminaban ya desde hace mucho rato por un sendero empinado y cuesta arriba. De rato en rato se miraban intrigados porque ninguno de ellos sabía hacia dónde iban hasta que después de mucho caminar cayeron en la cuenta que los tres estaban muertos y fueron recordando vagamente algunos detalles del accidente que les quitó la vida, pero no sabían nada sobre su destino y menos aún el porqué de su fatigada caminata.
Por lo general lleva algún tiempo para que los muertos se den cuenta de su condición actual, pero eso era lo que menos les preocupaba; lo que si les resultaba incómodo era tener que subir la cuesta en plena canícula empapados en sudor y con mucha sed; cada paso que daban era un reclamo a gritos por un buen trago de agua.
Seguían su marcha y en uno de los recodos del camino, avistaron un gran portón magníficamente tallado, las paredes que lo sostenían eran de mármol y el empedrado de la entrada tenía bloques de oro, en el centro de la plaza había una fuente de plata de donde brotaba agua cristalina que al caer producía un sonido musical. El caminante se acerco hacia el portero que desde una garita estaba a cargo de la entrada.
- Buenos días, respondió el portero.
- ¿Qué lugar tan bello es este?, preguntó el caminante.
- Este lugar es el cielo, respondió el portero
- Que bueno que hallamos llegamos al cielo, nuestra caminata ha sido muy dura y estamos con mucha sed, dijo el caminante.
- Usted puede entrar a beber toda el agua que quiera, dijo el guardián, indicándole con la cabeza la fuente de cristalinas aguas.
- Pero debo entrar con mi caballo y mi perro que también tienen sed.
- Lo lamento mucho, dijo el portero - Aquí no se permite la entrada de animales.
El hombre se sintió muy triste y decepcionado porque su sed era enorme, sin embargo él no entraría a beber solo, dejando a sus amigos fuera y con sed así que se dieron media vuelta y prosiguieron su camino. Siguieron su marcha cuesta arriba y lo curioso era que el sol parecía no moverse y la sed y el cansancio se multiplicaban hasta que llegaron a otro recodo y se toparon con nuevo portón, mucho mas modesto que el anterior algo polvoriento y envejecido; el portón tenía un camino de tierra, con árboles de ambos lados que le hacían buena sombra. A la sombra de uno de los árboles, un hombre estaba recostado, con la cabeza cubierta por un sombrero que parecía dormitar.
- Buenos días, respondió el hombre
- Tenemos mucha sed, yo, mi caballo y mi perro.
- Hay una manantial tras aquellas piedras, dijo el hombre indicando el lugar. La pocita es muy modesta pero hay abundante agua limpia, ahí pueden beber todos ustedes a voluntad.
El hombre, el caballo y el perro fueron hasta la fuente y saciaron con muchas ganas su sed.
- Muchas gracias, dijo el caminante al salir.
- Regresen cuando quieran, respondió el hombre.
- A propósito, dijo el caminante, - ¿Cómo se llama este lugar?
- Se llama cielo, respondió el hombre.
- ¿Cielo? ¡Pero si el portero del portón de mármol, piso de oro y fuente de plata me dijo que ese lugar era el cielo!
- Mintió, aquello no es el cielo sino el infierno.
El caminante quedó sorprendido.
- Entonces, dijo el caminante, esa mentira debe ser la causa de grandes confusiones.
- De ninguna manera, respondió el hombre, realmente ellos nos hacen un gran favor, ya que por allí se quedan todos aquellos que no conocen la solidaridad y son capaces de abandonar a sus mejores amigos cuando más los necesitan”.
Mario Domínguez Olaya