sábado, 6 de junio de 2009

LOS MISERABLES

Una de mis lecturas recurrentes es sin lugar a dudas, “Los Miserables” de Víctor Hugo. Cada cierto tiempo cuando siento que la carga es muy pesada me detengo un momento para refrescar mi espíritu en este colosal arroyo y lo hago en plena conciencia de que mis ojos, al recorrer nuevamente sus líneas, encontrará algo nuevo que me brindará esa calma tan necesaripara continuar en el camino; la riqueza de sus personajes, los pormenores de las circunstancias, el marco histórico y social de las escenas, la claridad de una prosa contundente, todo, en conjunto y en detalle provoca un estremecimiento en el alma.

Aprovecharé este espacio para, de cuando en cuando, salpicar con alguno de sus vastos personajes, como no mencionar a la sufrida Fantine, a la bella Cosseta, al pequeño pilluelo Gabroche, al despreciable Thenardier, al temible Javert, al revolucionario Enjolrás, al idealista Marius, al visionario Sr. Mabeuf, a los delincuentes de la banda Patrón Minette entre otros, y por supuesto a Jean Valjean protagonista central de este monumento literario. Sólo para encuadrar lo que pasaremos a leer, señalaré que Jean Valjean había purgado 19 años de cárcel por robarse un pan para su hermana viuda y con siete hijos; la cárcel endureció su espíritu y al salir de prisión solo era un pozo de odio ante la sociedad que tanto lo maltrató y seguía maltratando como ex presidiario hasta que se encontró con el obispo Bienvenú que le brinda alimento y posada y sin embargo le “retribuye” los favores robándole la platería de su casa y pasa algo inesperado que le transforma la vida. A continuación leamos algunas líneas con las que Víctor Hugo comienza a pintar el temperamento de este personaje:

12. El obispo trabaja (“Los Miserables”)
…-¡Dios! ¡Ha robado! El hombre de anoche ha robado!. (…)
-¡el hombre ha huido! ¡Ha robado la plata!
Al lanzar esta exclamación, su mirada se fijó en un ángulo del jardín, en el que se veían huellas del escalamiento. El tejadillo de la pared estaba roto.

-¡Mirad! Por ahí se ha ido, (…) ¡Ah, qué abominación! ¡Nos ha robado nuestra plata!
El obispo permaneció un instante silencioso y luego levantó la vista y dijo a la señora Magloire con dulzura:

-¿Es que era nuestra esa plata?
La señora Magloire se quedó sobrecogida. Hubo un silencio y, luego, el obispo continuó:
-Señora Magloire, yo retenía injustamente esa plata, desde hacía mucho tiempo. Pertenecía a los pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.
(…)
-¡Vaya idea!- monologaba la señora Magloire, yendo y viniendo -¡Recibir a un hombre así y darle cama a su lado! ¡Aún estamos de enhorabuena que no haya hecho más que robar! Ah, Dios mío! ¡Tiemblo cuando lo pienso!
Cuando el obispo y su hermana iban a levantarse de la mesa, llamaron a la puerta.
-Adelante- dijo el obispo.
La puerta se abrió. Un grupo extraño y violento apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro sujeto por el cuello. Los tres hombres eran gendarmes; el otro era Jean Valjean.
(…)
—Monseñor... —dijo.
(…) Mientras tanto, monseñor Bienvenú se había aproximado tan precipitadamente como su avanzada edad se lo permitía.
-¡Ah, estáis aquí! -exclamó, mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os había dado también los candelabros, que son de plata como lo demás, y os podrían muy bien valer doscientos francos. ¿Por qué no os los habéis llevado con los cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría describir ninguna lengua humana.

-Monseñor- dijo el cabo de gendarmes, ¿era, pues, verdad lo que este hombre decía? Le hemos encontrado, como si fuese huyendo, y le hemos detenido. Tenía estos cubiertos...
-¿Y os ha dicho -interrumpió, sonriendo, el obispo- que se los había dado un buen hombre, un sacerdote anciano, en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y le habéis traído aquí. Eso no está bien.

-Así, pues, continuó el cabo, ¿podemos dejarle libre?
-Sin duda, respondió el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
-¿Es verdad que me dejáis libre?, inquirió con voz casi inarticulada, como si hablara en sueños.
-Sí, te soltamos, ¿no lo oyes?, dijo un gendarme.
-Amigo mío, continuó el obispo, antes de marcharos tomad vuestros candelabros. Lleváoslos.
(…)
Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los dos candelabros maquinalmente, con aire distraído.
-Ahora -dijo el obispo-, id en paz. A propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con un picaporte, noche y día.
Luego, volviéndose hacia los gendarmes, les dijo:

-Señores, podéis retiraros.
Los gendarmes se alejaron.
Jean Valjean estaba como un hombre que va a desmayarse.
El obispo se aproximó a él y le dijo, en voz baja:
-No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, quedó aturdido. El obispo había subrayado estas palabras.
Con cierta solemnidad continuó:
-Jean Valjean, hermano mío, ya no pertenecéis al mal sino al bien. Yo compro vuestra alma (…)”


“Los Miserables” –“Les miserables” de Víctor Hugo, Tomo I, 2do Libro – Empresa editora El Comercio, Año 2000 – traducción del francés por Aurora Alemany, pp. 109-112.

Mario Domínguez Olaya

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