En lo posible, procuro relacionar la visión de los clásicos con temas de la coyuntura actual y siempre acabo encontrando correlaciones que se imponen sobre el tiempo y el espacio; por ejemplo se me vino a la mente dos imágenes de actualidad: 1) las andanzas casquivanas del padre Cutié y 2) la pandemia en ciernes de la influenza AH1N1, aparentemente parecerían temas sin relación alguna pero si aguzamos la perspicacia nos daremos cuenta de la fragilidad de lo aparente. Y es que haciendo memoria recordé que por aquellos años del ’76-’78 estuvo de moda el humor erótico italiano bajo la emblemática figura de Lando Buzzanca y que inspiraron además, de la chapa de nuestro buen amigo Luchito Custodio, sendos operativos para colarnos en el Cine Susy o Delia y dar rienda suelta a nuestras alborotadas hormonas adolescentes, varias de estas películas estuvieron basadas en el “Decámeron” de Boccaccio, clásico de clásicos que a inicios del siglo XIV enterraba el oscurantismo medieval del feudalismo europeo y aperturaza un nuevo horizonte cultural que desembocaría en el Renacimiento.
Boccaccio escribe el “Decameron” en 1348, año de la peste negra que asoló Europa y Florencia en particular, esta colección de cien relatos se desarrolla en torno de un grupo de amigos (siete mujeres y tres hombres) que deciden escapar de la peste y se refugian en una villa de los bosques de Florencia. Allí, para pasar el tiempo, se entretienen unos a otros durante un periodo de diez días (de ahí proviene el título) con una serie de diez relatos contados por cada uno de ellos por turno.
Boccaccio escribe el “Decameron” en 1348, año de la peste negra que asoló Europa y Florencia en particular, esta colección de cien relatos se desarrolla en torno de un grupo de amigos (siete mujeres y tres hombres) que deciden escapar de la peste y se refugian en una villa de los bosques de Florencia. Allí, para pasar el tiempo, se entretienen unos a otros durante un periodo de diez días (de ahí proviene el título) con una serie de diez relatos contados por cada uno de ellos por turno.
Es de destacar la riqueza y variedad de los relatos, que alternan entre la solemnidad y el humor; por la brillantez de su escritura, y por su penetrante análisis de los personajes rompiendo con la tradición literaria medieval presentando al ser humano como artífice de su destino, más que como un ser a sujeto a la gracia divina; adelantándose considerablemente a su época, pues las características del Decamerón son un anticipo de la concepción profana del hombre a que llegó el Renacimiento y se expresaría más adelante en la segunda mitad del siglo XV con Maquiavelo. La ausencia de rasgos fantásticos o míticos, así como la burla de los ideales medievales, son, entre otros, los rasgos que definen al Decamerón como un texto profundamente antropocéntrico y humanista, los temas son casi siempre profanos muy a tono con la mentalidad burguesa que empezaba a configurarse en Florencia: la inteligencia humana, la fortuna y el amor.
Los personajes del “Decámeron” son seres comunes y silvestres, defectuosos y desprovistos de cualquier valor nobiliario, caballeresco o cortesano; por el contrario se destacan ladrones, embusteros y adúlteros, y la astucia para salir airosos de las situaciones descritas muy diferente de la antigua concepción medieval donde el protagonista o héroe de la historia poseía facultades inherentes a su ser, como la belleza o la fuerza asociadas siempre a la nobleza y la divinidad.
Finalmente, es notorio un fuerte contenido anticlerical, como por ejemplo el descrito sobre aquella campesina que se acerca a un prelado y este la convence de que la diversión erótica ha de contribuir a la salvación de su alma, nos hace barruntar las épocas que vendrán posteriormente, donde los ideales feudales y cristianos son superados por las nuevas concepciones que sitúan al hombre como centro del mundo.
En resumen el derrumbe de un mundo en medio de la peste y el nacimiento de uno nuevo donde el ser humano toma las riendas de su destino. Leamos con cuidado estas líneas del “Decámeron” y nos daremos cuenta que hace seis siglos atrás ya habían curitas que eran desbordados por el eros como ahora el padre Cutié y también habían pestes más mortíferas incluso que las de hoy en día.
PRIMERA JORNADA - LIBRO CUARTO
Un monje, caído en pecado digno de castigo gravísimo, se libra de la pena reprendiendo discretamente a su abad de aquella misma culpa.
“…Hubo en Lunigiana, pueblo no muy lejano de éste, un monasterio más copioso en santidad y en monjes de lo que lo es hoy, en el que, entre otros, había un monje joven cuyo vigor y vivacidad ni los ayunos ni las vigilias podían macerar. El cual, por acaso, un día hacia el mediodía, cuando los otros monjes dormían todos, habiendo salido solo por los alrededores de su iglesia, que estaba en un lugar asaz solitario, alcanzó a ver a una jovencita harto hermosa, hija tal vez de alguno de los labradores de la comarca, que andaba por los campos cogiendo ciertas hierbas: no bien la había visto cuando fue fieramente asaltado por la concupiscencia carnal.
Por lo que, avecinándose, con ella trabó conversación y tanto anduvo de una palabra en otra que se puso de acuerdo con ella y se la llevó a su celda sin que nadie se apercibiese. Y mientras él, transportado por el excesivo deseo, menos cautamente jugueteaba con ella, sucedió que el abad, levantándose de dormir y pasando silenciosamente por delante de su celda, oyó el alboroto que hacían los dos juntos; y para conocer mejor las voces se acercó quedamente a la puerta de la celda a escuchar y claramente conoció que dentro había una mujer, y estuvo tentado a hacerse abrir; luego pensó que convendría tratar aquello de otra manera y, vuelto a su alcoba, esperó a que el monje saliera fuera. El monje, aunque con grandísimo placer y deleite estuviera ocupado con aquella joven, no dejaba sin embargo de estar temeroso y, pareciéndole haber oído algún arrastrar de pies por el dormitorio, acercó el ojo a un pequeño agujero y vio clarísimamente al abad escuchándole y comprendió muy bien que el abad había podido oír que la joven estaba en su celda. De lo que, sabiendo que de ello debía seguirle un gran castigo, se sintió desmesuradamente pesaroso; pero sin querer mostrar a la joven nada de su desazón, rápidamente imaginó muchas cosas buscando hallar alguna que le fuera salutífera. Y se le ocurrió una nueva malicia (que el fin imaginado por él consiguió certeramente) y fingiendo que le parecía haber estado bastante con aquella joven le dijo:
-Voy a salir a buscar la manera en que salgas de aquí dentro sin ser vista, y para ello quédate en silencio hasta que vuelva.
Y saliendo y cerrando la celda con llave, se fue directamente a la cámara del abad, y dándosela, tal como todos los monjes hacían cuando salían, le dijo con rostro tranquilo: -Señor, yo no pude esta mañana traer toda la leña que había cortado, y por ello, con vuestra licencia, quiero ir al bosque y traerla. El abad, para poder informarse más plenamente de la falta cometida por él, pensando que no se había dado cuenta de que había sido visto, se alegró con tal ocasión y de buena gana tomó la llave y semejantemente le dio licencia. Y después de verlo irse empezó a pensar qué era mejor hacer: o en presencia de todos los monjes abrir la celda de aquél y hacerles ver su falta para que no hubiese ocasión de que murmurasen contra él cuando castigase al monje, o primero oír de él cómo había sido aquel asunto. Y pensando para sí que aquélla podría ser tal mujer o hija de tal hombre a quien él no quisiera hacer pasar la vergüenza de mostrarla a todos los monjes, pensó que primero vería quién era y tomaría después partido; y quedamente yendo a la celda, la abrió, entró dentro, y volvió a cerrar la puerta. La joven, viendo venir al abad, palideció toda, y temblando empezó a llorar de vergüenza. El señor abad, que le había echado la vista encima y la veía hermosa y fresca, aunque él fuese viejo, sintió súbitamente no menos abrasadores los estímulos de la carne que los había sentido su joven monje, y para sí empezó a decir:
«Bah, ¿por qué no tomar yo del placer cuanto pueda, si el desagrado y el dolor aunque no los quiera, me están esperando? Ésta es una hermosa joven, y está aquí donde nadie en el mundo lo sabe; si la puedo traer a hacer mi gusto no sé por qué no habría de hacerlo. ¿Quién va a saberlo? Nadie lo sabrá nunca, y el pecado tapado está medio perdonado. Un caso así no me sucederá tal vez nunca más. Pienso que es de sabios tomar el bien que Dios nos manda».
Y así diciendo, y habiendo del todo cambiado el propósito que allí le había llevado, acercándose más a la joven, suavemente comenzó a consolarla y a rogarle que no llorase; y de una palabra en otra yendo, llegó a manifestarle su deseo. La joven, que no era de hierro ni de diamante, con bastante facilidad se plegó a los gustos del abad: el cual, después de abrazarla y besarla muchas veces, subiéndose a la cama del monje, y en consideración tal vez del grave peso de su dignidad y la tierna edad de la joven, temiendo tal vez ofenderla con demasiada gravedad, no se puso sobre el pecho de ella sino que la puso a ella sobre su pecho y por largo espacio se solazó con ella.
El monje, que había fingido irse al bosque, habiéndose ocultado en el dormitorio, como vio al abad solo entrar en su celda, casi por completo tranquilizado, juzgó que su estratagema debía surtir efecto; y, viéndole encerrarse dentro, lo tuvo por certísimo. Y saliendo de donde estaba, calladamente fue hasta un agujero por donde lo que el abad hizo o dijo lo oyó y lo vio. Pareciéndole al abad que se había demorado bastante con la jovencita, encerrándola en la celda, se volvió a su alcoba; y luego de algún tiempo, oyendo al monje y creyendo que volvía del bosque, pensó en reprenderlo duramente y hacerlo encarcelar para poseer él solo la ganada presa; y haciéndolo llamar, duramente y con mala cara le reprendió, y mandó que lo llevaran a la cárcel. El monje prestísimamente respondió:
-Señor, yo no he estado todavía tanto en la orden de San Benito que pueda haber aprendido todas sus reglas; y vos aún no me habíais mostrado que los monjes deben acordar tanta preeminencia a las mujeres como a los ayunos y las vigilias; pero ahora que me lo habéis mostrado, os prometo, si me perdonáis esta vez, no pecar más por esto y hacer siempre como os he visto a vos. El abad, que era hombre avisado, entendió prestamente que aquél no sólo sabía su hecho sino que lo había visto, por lo que, sintiendo remordimientos de su misma culpa, se avergonzó de hacerle al monje lo que él también había merecido; y perdonándole e imponiéndole silencio sobre lo que había visto, con toda discreción sacaron a la jovencita de allí, y aún debe creerse que más veces la hicieron volver.”
“Dios perdona el pecado pero no el escándalo….”
Giovanni Boccaccio
Mario Domínguez Olaya
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