Muchas veces, solemos pensar que la realidad brota de la percepción que cada uno tiene de ella, es decir, creemos que las cosas existen no solo por que las percibimos sino que existen de la forma que cada uno cree que son, pero, finalmente nosotros desaparecemos y esta sigue su curso independiente no solo de lo que pensemos o creamos de ella, sino incluso, ajena de nosotros mismos; la falta de objetividad y el exceso de idealización muchas veces nos hacen construir castillos en el aire que fácilmente se desmoronan y nos elaboramos juicios que por lo general son siempre errados.
Y esto, no quiere decir que el pensamiento y la voluntad no sirvan para nada y deban ser enterrados, es mas, si en algo nos diferenciamos del resto de los animales es precisamente por esa capacidad de abstracción y la movilidad conciente de los deseos mediante la volición que nos es tan propia, cada uno de nosotros somos individualidades diferentes y al mismo tiempo unidades colectivas que tendemos hacia fines comunes y esta es, por ejemplo, la razón de los hilos invisibles que desde hace mas de 40 años nos ha hecho formar una identidad mas como amigos que como promoción y no se rompan sino que se fortalecen cada vez mas, irremediablemente.
Escarbando entre viejos papeles hallé este breve relato en el cual Hermann Hesse habla precisamente sobre aquel aforismo que dice: “en el reino de los ciegos el tuerto es rey” y de lo equivocados que podemos estar ante “verdades” que creemos macizas y en realidad son más frágiles que el cristal; es una pequeña fábula de un sensible escritor alemán que data de 1929, tiempo de entre guerras en una convulsionada Europa que no solo polarizaba pasiones sino al ser humano mismo y que alcanzó un hito de horror con el nazismo y el fascismo de todos los pelajes en general.
“La Fábula de los Ciegos
(inspirada en Voltaire)
Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes.
En base de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esa manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.
Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color.
De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música”.
Hermann Hesse - 1929
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si deseas, déjanos tu comentario