viernes, 22 de mayo de 2015


SAN ROMERO DE AMÉRICA, MÁRTIR DE LA JUSTICIA
Un beato con aire de santo
Por Juan Borea Odría

La Iglesia beatificó a Mons. Óscar Romero como mártir de la fe en la ciudad de San Salvador el 24 de Mayo de 2015. Mons. Romero nació en 1917 y murió asesinado en San Salvador en 1980.

Su vocación sacerdotal se inició muy temprano. En 1931, a los 13 años ingresó al seminario menor de su departamento, concluyó sus estudios en Roma y fue ordenado en esta misma ciudad el año 1942. Al año siguiente volvió a su país e inició su labor como párroco de Anamorós, después párroco de la Catedral de Nuestra Señora de la Paz, en la ciudad de San Miguel. Sucesivamente fue nombrado como secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES, 1968), obispo Auxiliar de San Salvador (1970) y obispo de la diócesis de Santiago de María (1974. Reconocido por su vida sencilla, trabajo laborioso y la atención a los pobres y niños, aunque conservador y contrario a las nuevas orientaciones del Concilio Vaticano II.

En 1997 el Papa Pablo VI lo nombró Arzobispo de San Salvador. Su país vivía un ambiente de convulsión social y política. Había una confrontación entre los movimientos populares reclamando sus derechos y el gobierno militar reprimiendo para controlar la situación; y, al lado parte de la Iglesia salvadoreña solidarizándose con las causas de los grupos sociales que consideraban justas. Como consecuencia, esa Iglesia era condenada como política, subversiva, comunista y sufría detenciones, expulsiones de sacerdotes, muertes de laicos de las comunidades cristianas.

En esas circunstancias, Mons. Romero salió al encuentro de las poblaciones y las comunidades cristianas como pastor a conocer la verdad de los hechos; constata los hechos de violencia directamente en el lugar, recoge testimonios e informaciones; luego denuncia esos actos ante la opinión pública, detallando cada caso. Los reclamos justos de los pobladores, la represión y muerte de que son objetos y particularmente los asesinatos de sacerdotes y laicos fueron cambiando su visión sobre su país. Sus biógrafos afirman que el asesinato el padre jesuita Rutilio Grande García de la parroquia de Aguilares, junto con el catequista Manuel Solórzano (70) y Nelson Rutilio Lemus (16), fue el momento de su conversión. En él comprendió la injusticia que vivía su país, que la pastoral de esa Iglesia era evangélica y la causa de la persecución que sufre. Más tarde dirá:

“Es, pues, un hecho claro que nuestra Iglesia ha sido perseguida en los tres últimos años. Pero lo más importante es observar por qué ha sido perseguida. No se ha perseguido a cualquier sacerdote ni atacado a cualquier institución. Se ha perseguido y atacado aquella parte de la Iglesia que se ha puesto del lado del pueblo pobre y ha salido en su defensa. Y de nuevo encontramos aquí la clave para comprender la persecución a la Iglesia: los pobres. De nuevo son los pobres lo que nos hacen comprender lo que realmente ha ocurrido. Y por ello la Iglesia ha entendido la persecución desde los pobres. La persecución ha sido ocasionada por la defensa de los pobres y no es otra cosa que cargar con el destino de los pobres” (Lovaina, 02, febrero, 1980).

Desde aquél momento intensificó su labor pastoral implicándose con la vida de su país. Su opción por los pobres se hizo clara, la denuncia de la injusticia y la violencia, el anuncio del amor liberador de Jesucristo y la convocatoria a la paz, la reconstrucción del país y la creación de un sistema verdaderamente democrático se hicieron frecuentes. También creó el "Comité Permanente para velar por la situación de los derechos humanos". Esa labor, a él mismo lo convirtió en una persona controversial tanto para la sociedad salvadoreña como para su propia Iglesia: “Para unos soy el causante de todos los males, como un monstruo de maldad; para otros, gracias a Dios para el pueblo sencillo, soy sobre todo el pastor” (Abril, 1978).

Monseñor Romero fue consciente que su compromiso evangélico podría costarle la vida, además ya había recibido amenazas de muerte. Su presentimiento lo escribió en su cuaderno de Ejercicios Espirituales: “Mi disposición debe ser dar mi vida por Dios. Cualquiera que sea el fin de mi vida, las circunstancias desconocidas se vivirán con la gracia de Dios. Él asistió a los mártires y, si es necesario, lo sentiré muy cerca al entregarle mi último suspiro. Pero lo más valioso del momento de morir es entregarle toda la vida y vivir para Él”. Aun así, continuó con su compromiso sacerdotal.

Fueron célebres sus homilías dominicales. En la última homilía (Domingo de Ramos, 23 de marzo de 1980) hizo un llamado a las bases de la Guardia Nacional, de la policía y de los cuarteles para que no obedezcan la orden de matar, que concluyó así: “En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”. Esa homilía fue su sentencia de muerte. Al día siguiente, el 24 de marzo de 1980, un franco tirador le disparó directo al corazón, mientras celebraba una misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia en San Salvador.

Aún muerto su vida siguió siendo controversial. Unos lo declararon mártir como Mons. Pedro Casaldáliga y otros lo condenaron. El proceso de su beatificación duró 53 años. Gracias al Papa Francisco su causa se agilizó y el 3 de febrero de 2015 fue reconocido como mártir «por odio a la fe» por decreto promulgado por la Congregación para las Causas de los Santos. Muchos coinciden, entre ellos el P. Gustavo Gutiérrez, que "Monseñor Romero es mártir de la Iglesia Católica por odio a la fe en virtud a su postura clara, vertical, de defensa del ser humano por el Evangelio". (Mons. José Luis Lacunza, cardenal de Panamá).

La beatificación de Mons. Romero es una bendición también para América Latina y el Caribe y para los miembros de la Iglesia peruana que se solidarizaron por la causa de los pobres, buscaron la justicia para lograr la paz y que alienta el camino de los que transitan por la misma senda del Evangelio.

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