sábado, 20 de febrero de 2010


La vida de Franz Kafka transcurre entre 1883 y 1924, cuarenta y un cortos pero intensos años minados por un persistente tifus y en una lucha permanente contra el status quo que marchaba a todo galope hacia la sangría de la 1ra. Guerra Mundial; siempre estuvo a contrapelo de lo que discurría a su alrededor, se doctoró en Derecho en Alemania y fue comerciante para satisfacer las expectativas paternas y hasta trabajó como burócrata en un Cía. de Seguros en Praga de donde saldría la materia prima para su gran obra: “El Proceso”; sin embargo, lo suyo era la literatura, escarbar en las emociones humanas, aquellas que comúnmente suelen ocultarse debajo de la alfombra para mostrar una sonrisa. Pese a la oposición de su padre, de su esposa, de todos, el se las ingeniaba para garabatear cuartillas con una singular mezcla que discurría entre lo absurdo y lo racional, entre la ironía y la fatalidad, creo que incluso el mismo no se daba cuenta de lo que estaba construyendo y ordenó –cuando la TBC lo tuvo cercado y su muerte era inminente- a su amigo Max Brod que cuando muera quemara todos sus manuscritos, varios de los cuales fueron ninguneados por editoriales que decían que sus escritos “no eran comerciales”, y claro que no lo eran por que el sentimiento humano es algo que no tiene precio. Menos mal que su amigo no le hizo caso en su postrer pedido y la humanidad pudo gratificarse con una de las más innovadoras plumas de la literatura occidental; a continuación transcribimos una breve fábula escrita por Kafka en 1920 muy a su estilo, testimonial y humanista:


El buitre
Un buitre estaba mordisqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetines, ahora muerde la carne de mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordisco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo.

Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y luego me preguntó por qué sufría al buitre. -Estoy perdido -le dije-. Cuando vino y comenzó a atacarme, yo por supuesto traté de hacer que se fuera, hasta traté de estrangularlo, pero estos animales son muy fuertes... estuvo a punto de echarse a mi cara, entonces preferí sacrificar mis pies. Ahora están casi deshechos.
-¡Vete tú a saber, dejándote torturar de esta manera! -me dijo el caballero-. Un tiro, y te echas al buitre.
-¿En serio? -dije-. ¿Y usted me haría el favor?
-Con gusto -dijo el caballero- sólo tengo que ir a casa por un arma. ¿Podría usted esperar otra media hora?


-Quién sabe -le dije, y me estuve por un momento, tieso de dolor. Entonces le dije-: Sin embargo, vaya a ver si puede... por favor.
-Muy bien -dijo el caballero- trataré de hacerlo lo más pronto que pueda. Durante la conversación, el buitre había estado tranquilamente escuchando, girando su ojo lentamente entre el caballero y yo, observando. Ahora me doy cuenta que había estado entendiéndolo todo; retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente, muy dentro de mí.

Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades e inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.
Mario Domínguez Olaya

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