sábado, 11 de febrero de 2012


“ENTRE GUARDIANES SOCRÁTICOS Y EL BONAPARTISMO CHICHA”

Ingresamos al sétimo mes del “nuevo gobierno” presidido por Ollanta Humala, decir “nuevo” -a la luz de los acontecimientos- casi resulta un eufemismo ya que, al parecer, de nuevo sólo tiene los personajes, porque intacto se mantiene el statu quo de la corrupción, de la impunidad, del “dejar que robe pero que haga obra”, de la política envilecida por el usufructo del poder, de abrir la puerta con la mano izquierda para de inmediato ubicarse a la derecha de sus propios detractores; en fin, la triste sensación de solo esperar más de lo mismo y ser testigo de cómo se tira por la borda, nuevamente, la oportunidad de reconstruir el aciago destino de nuestro pueblo o de empezar a hacerlo, de corromper la posibilidad objetiva de hacer posible lo imposible y recobrar la dignidad que hoy se diluye fácilmente en el detritus de la oferta y demanda de los mercados.

Hace algunas semanas, cuando reflexionaba sobre cómo era posible que nos encontrásemos en medio de “guardianes socráticos” y un “bonapartismo chicha” muy a la peruana, me topé con una lectura de hace 25 años y comencé a releer “Buscando un Inca” del recordado historiador Alberto Flores Galindo (“Tito” para quienes tuvimos la oportunidad y el privilegio de conocerlo a mediados de la década del ’80) y me doy cuenta que los ensayos ahí desarrollados mantienen una vigencia casi coyuntural para tratar de comprender la galopante enajenación que trastoca lo bueno en malo y viceversa; sería recomendable que echáramos un vistazo por esas páginas para introducirnos en la complejidad de nuestro querido Perú (El Comercio lanzó hace poco -el 2010- una interesante edición actualizada de este libro); y hablando de enajenaciones quiero, en esta oportunidad, compartir con ustedes la lectura de una fábula del alemán Hermann Hesse escrita hace 82 años y que nos previene de los devaneos que vienen anexos al ejercicio del poder, leamos con cuidado “La Fábula de los ciegos”.

“La Fábula de los ciegos (INSPIRADA EN VOLTAIRE)

 Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes.

Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista.

Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos. Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música. Hermann Hesse – 1929”

Mario Domíguez Olaya

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