sábado, 8 de noviembre de 2008


Hurgando entre las líneas de algunas lecturas cortas, me tope con ésta que de inmediato relacioné con nuestros egregios dentistas y mejores amigos: Paco y Martín; me los imaginé en Macondo haciendo de las suyas con sus alicates y punzones sobre las encías de algún capitoste pueblerino como nos grafica la gran pluma de Gabo en uno de los ocho cuentos que compila en el libro que tituló “Los funerales de la Mamá Grande” y que publicó en 1962, el cuentito se llama: “Un día de estos” y narra el momento de una extracción dental en medio del rencor que el dentista le guardaba al alcalde que tenía un insufrible dolor de muelas, el dentista primero pensó en matarlo ahí mismo pero evaluó mejor la situación y llegó a la conclusión que mas satisfacción le daría una extracción a la mala y sin anestesia, claro está, que no creo que nuestros grandes amigos hagan mal uso de su profesión para cobrarse alguna mala pasada pero como nadie puede decir “de esta agua no he de beber” por si acaso mejor es andar derecho con quienes en algún momento puedan manipular nuestras piezas dentarias. Mejor leamos con cuidado este cuento:

UN DÍA DE ESTOS

"El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada hacia arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa, rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-Papá.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que sino le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno –dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días.
El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días –dijo el alcalde.
-Buenos –dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, afirmó los talones abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia.
-¿Por qué?
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien –dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos de trabajo hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil.
Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no le perdió la vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas –dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando.

Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielo raso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos.
-Acuéstese –dijo- y haga buches de agua de sal. –El alcalde de pie, se despidió con un displicente saludo militar y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera
-Me pasa la cuenta –dijo.
-¿A usted o al municipio?.
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:
-Es la misma vaina."
Gabriel García Márquez

Mario Domínguez Olaya

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