domingo, 7 de noviembre de 2010


VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
El Todopoderoso es el Dios de los vivos y no de muertos
Por el P. Juan José Bartolomé

Lucas 20, 27-38
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:- «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, habla siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»Jesús les contestó:- «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección.Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»

Reflexión
En tiempos de Jesús no era lo más común creer en la resurrección de los muertos. Incluso auténticos creyentes, como nos recuerda el evangelio, no contaban que existiera una vida tras la muerte. Algo parecido nos pasa a nosotros; según recientes encuestas, un número notable de católicos practicantes dudan de que pueda existir algo/Alguien tras la muerte; la consecuencia es que no logran vivir la vida esperanzados y que afronten su muerte sin esperanza; ¿qué hay de raro que, luego, dediquen su vida a robar la esperanza de los demás? Lo peor es que no parece que les falte razón, pues, por doloroso e injusto que se nos antoje, bien sabemos que vida que se estrena es vida que, pronto o temprano, se ha de acabar. La muerte, por así decir, es ley de vida. Y solemos reaccionar de una forma curiosa: puesto que no podemos vencerla, la silenciamos; no mirándola de frente, se nos hace menos terrible; olvidándola, la damos por lejana. Es mucho lo que perdemos: un Dios que vive para que vivamos todos.

La respuesta de Jesús a los saduceos es doble: primero, habla de cómo es la vida tras la muerte; después, habla de Dios que vive para vivan sus fieles. Ambas afirmaciones no están al mismo nivel: que haya vida tras la muerte, y que sea tan diferente de la anterior, queda motivado en la existencia de un Dios de vivos. Si no existiera este Dios, no existiría esa vida. La esperanza en el resurrección de los muertos se apoya, pues, en la fe en un Dios que vive para dar vida. No es el propio deseo de sobrevivencia lo que hará resucitar a un muerto, sino una intervención personalísima de Dios, quien no puede vivir sin los suyos, que no puede ser Dios sin serlo con ellos. La dificultad que también hoy encontramos para esperar la resurrección, la nuestra y la de los nuestros, radica en nuestra incapacidad para creer que Dios es, solo y siempre, Dios de vivos.

Hoy los creyentes vivimos desesperados porque no logramos creernos que la vida que tenemos no tiene como final la muerte que tememos. A pesar de todo ? ¡y tiene gracia! ? nos creemos cristianos auténticos, buenos creyentes. Frente a la muerte cierta reaccionamos atolondradamente; ya que no podemos dudar de ella, la silenciamos; la hacemos menos terrible, evitando mirarla de frente; la damos por lejana, sólo porque no pensamos en ella. Y, desesperados por no poder sobrevivir, nos desvivimos para conseguir en esta vida perecedera todo lo que podemos desearnos. Ya que siempre será más corta nuestra vida que nuestros deseos, nos esforzamos por satisfacerlos cuantos antes, aunque nos cuesta la esperanza y la propia vida. Como la mujer de tantos maridos, buscamos con afán procrear vida ajena, mientras perdemos la propia.

Para atreverse a esperar una vida en la que seremos, al fin, hijos de Dios, tenemos que atrevernos a tener a Dios como Padre en la vida que hoy llevamos. Preocupados como estamos en dar vida a hijos propios y a proyectos nuestros, no nos permitimos ser hijos de Dios hoy ni nos podemos imaginar que Dios tenga en proyecto ser Padre nuestro para siempre.

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