
2011


Lo cierto es que cada vez resulta más notorio el sometimiento a la inercia comercializadora de la “globalización” donde la divisa mayor es aquella de que todo se vende y todo se compra; la actitud gregaria del ser humano muy inherente a su naturaleza que otrora nos convocaba para canalizar las anergias colectivas en la vida comunitaria hoy ha sido reemplazada por la anomia consumista del individualismo que le ha puesto un código de barras al mismísimo Niño Jesús y que fuera sustituido por Papa Noel a quien a su vez le quitaron su uniforme original para vestirlo con los colores de la Coca Cola.


Cuántos de nosotros seremos ganados a la media noche del 2010 por comidas y bebidas que nos son ajenas, por rituales importados no se sabe de dónde y que ni siquiera encajan con la fe que muchos decimos profesar; mientras tanto el mundo sigue girando, a veces con la carga contaminante del ser humano y otras veces con la esperanza de un nuevo despertar de nuestras conciencias y el árbitro, inmanente y justiciero que siempre estará ahi en medio de todo: el tiempo; el tiempo que siempre estuvo y estará sin depender de ninguno de nosotros, de nadie y que nunca se tragó el cuento de que el hombre es la cúspide de la creación ¡vaya cúspide!.



Cuántos de nosotros seremos devorados por el Cronos moderno del “no tengo tiempo”, cuántos seremos los Zeus que nos rebelemos a su inmanencia y arrojemos al Tártaro nuestras ataduras para tomar las riendas de nuestro propio destino.
El tiempo, ese duendecillo que nos acompaña desde la cuna hasta la tumba será nuestro gran aliado o nuestro peor enemigo, somos nosotros los que decidimos si este será realmente un Feliz Año Nuevo o será más de lo mismo; mientras eso sucede, leamos con cuidado los versos de aquel poeta que siempre será joven:
Una vez terminado
el año,
procedo a recoger
mis cosas nuevas,
procedo a reclamar
papeles viejos,
hago al compás
de charlas amistosas
el recuento del año,
el recuento de mis
365 días pasados:
todo se fue
rápidamente,
no hubo tiempo
para la cosecha,
ni para
sembrar el trigo
en los maizales.
Los días volaron
raudamente,
estuve sentado,
leyendo,
o alguna vez
escribiendo
hasta la noche.
No tuve miedo
de la muerte,
no pude sembrar
el amor como
quería,
recogí algunas
frutas caídas
y supuse que
al final moriría
alguna tarde
entre pájaros
y árboles.
No estoy muerto.
Sin embargo,
entre tarde y tarde
cuando vibran
los soplos
del silencio,
abro mi corazón
al conjuro
del viento
y la palabra,
y construyo
casas,
tierras,
mares,
nuevos albores,
nuevas tristezas,
y callo al final
(Como siempre
recordando y
recordando).
Javier Heraud
(Poemario: El Viaje – 1961)
Mario Domínguez Olaya
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