sábado, 9 de abril de 2011

A veces sucede que, siendo algo tan groseramente evidente, nos negamos a siquiera considerarlo; todas las variables e indicadores están ahí, se pasean unas tras otras ante nuestros ojos y no queremos verlas a la espera de las inevitables consecuencias; esta característica es bastante cotidiana en Latinoamérica y el gran Gabo en su magistral pluma lo convierte en pieza literaria única en su “Crónica de una muerte anunciada” publicada en Colombia en 1981; inspirándose en un hecho de la vida real que aconteció en el pueblecillo de Riohacha en 1951, nos narra con su singular estilo los acontecimientos de un asesinato del cual todo el pueblo estaba al tanto que ocurriría menos el protagonista que sólo se entera de las intenciones de sus matadores en el momento que los cuchillos entran en su cuerpo. Los sucesos devienen luego del gran matrimonio de Bayardo San Román y Ángela Vicario y el drama se inicia cuando en la noche de bodas el flamante esposo descubre que Ángela no era virgen e indignado la devuelve a su familia; ante este hecho la madre la emprende a golpes contra Ángela y ésta acaba por confesar que fue Santiago Nasar el responsable de su deshonra y sus hermanos, los gemelos Pedro y Pablo aunque ebrios, deciden lavar con sangre el honor de la familia y anuncian a cuantos se cruzan por su camino que matarían a Santiago Nasar.

Al releer esta Crónica me vino a la mente que hace ya varios años, allá por 1983 cuando los coches-bomba eran tan cotidianos como las luces de los semáforos, conocí a un amigo norteamericano que estudiaba arte dramático y junto a su compañera estaban de paso en Lima, recuerdo bien que caminábamos por la Colmena cuando de pronto se sintió un gran estruendo –habían puesto un coche-bomba en el Crillón- los americanos se asustaron mucho y aceleramos el paso hacia el paradero de los Ikarus para ir hacia mi casa y en el trayecto veíamos que mucha gente de forma apresurada iba en dirección opuesta a la nuestra es decir, se dirigían apurados hacia el punto donde había ocurrido la explosión, entonces mi amigo, en su pobre español masticado, me hizo el siguiente comentario: en mi país cuando algo estalla la gente corre para alejarse pero veo que aquí es al revés.

“CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA

(…) Nunca hubo una muerte más anunciada. Después de que la hermana les reveló el nombre, los gemelos Vicario pasaron por el depósito de la pocilga, donde guardaban los útiles de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez pulgadas de largo por dos y me­dia de ancho, y otro de limpiar, de siete pulgadas de largo por una y media de ancho.

Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos en el mercado de carnes (…) Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando acababa de abrir su mesa de vísceras, y no en­tendió por qué llegaban el lunes y tan temprano, y todavía con los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba acos­tumbrado a verlos los viernes, pero un poco más tarde, y con los delantales de cuero que se ponían para la matanza. «Pensé que estaban tan borrachos —-me dijo Faustino San­tos—, que no sólo se habían equivocado de hora sino tam­bién de fecha.» Les recordó que era lunes. —Quién no lo sabe, pendejo —le contestó de buen modo Pablo Vicario—, Sólo venimos a afilar los cuchillos. (…) —Vamos a matar a Santiago Nasar —dijo. Tenían tan bien fundada su reputación de gente buena, que nadie les hizo caso. «Pensamos que eran vainas de bo­rrachos», declararon varios carniceros, lo mismo que Victo­ria Guzmán y tantos otros que los vieron después. (…) Faustino Santos fue el único que percibió una lumbre de verdad en la amenaza de Pablo Vicario, y le preguntó en broma por qué tenían que matar a Santiago Nasar habiendo tantos ricos que merecían morir primero. —Santiago Nasar sabe por qué —le contestó Pedro Vi­cario (…)

Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora sólo se vendían cosas de comer, pero Clotilde Armenta les vendió una botella de aguardiente de caña, no sólo por el aprecio que les tenía, sino también porque estaba muy agra­decida por la porción de pastel de boda que le habían man­dado. Se bebieron la botella entera con dos largas traganta­das, pero siguieron impávidos. (…) La segunda botella se la tomaron más despacio, sentados, mirando con insistencia hacia la casa de Plácida Linero, en la acera de enfrente, cuyas ventanas esta­ban apagadas. La más grande del balcón era la del dormito­rio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le preguntó a Clotilde Armenta si había visto luz en esa ventana, y ella le contestó que no, pero le pareció un interés extraño. ¿Le pasó algo? —preguntó. —Nada — ---le contestó Pedro Vicario—. No más que lo andamos buscando para matarlo. Fue una respuesta tan espontánea que ella no pudo creer que fuera cierta. Pero se fijó en que los gemelos llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.


—¿Y se puede saber por qué quieren matarlo tan tem­prano? —preguntó. —Él sabe por qué —contestó Pedro Vicario. Clotilde Armenta los examinó en serio. Los conocía tan bien que podía distinguirlos, sobre todo después de que Pe­dro Vicario regresó del cuartel. «Parecían dos niños», me dijo. Y esa reflexión la asustó, pues siempre había pensado que sólo los niños son capaces de todo. Así que acabó de preparar los trastos de la leche, y se fue a despertar a su ma­rido para contarle lo que estaba pasando en la tienda. Don Rogelio de la Flor la escuchó medio dormido. —No seas pendeja —le dijo—, ésos no matan a nadie, y menos a un rico. (…) Gabriel García Márquez – 1981”


Mario Domínguez Olaya

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