EN TORNO A LAS PALMAS MAGISTERIALES: REFLEXIÓN Y AGRADECIMIENTO
El lunes 15 de diciembre se desarrolló la ceremonia en la cual recibí la Condecoración de Palmas Magisteriales en el grado de Maestro. Este acontecimiento culminó la iniciativa de un grupo de profesores, padres y exalumnos del colegio Héctor de Cárdenas, quienes de manera sigilosa contactaron con diversas personas e instituciones para proponer mi nombre al Ministerio de Educación. A todos ellos les agradezco por su cariño hacia mi persona y hacia las instituciones de las que formo parte; también por su discreción, pues saben que de proponerme que postulara les hubiera contestado con una rotunda negativa.
En la ceremonia central por los 25 años de creación del Héctor, me entregaron como regalo la copia del expediente, que recién leí cuando se publicó la Resolución Ministerial otorgando la condecoración. Lo expresado en las cartas de presentación, sumado a los saludos personales y los correos que muchos han enviado al enterarse, es de lejos lo mejor de este proceso y me compromete a compartir algunas reflexiones con quienes me aprecian.
Considero positivo que el Estado reconozca la trayectoria de personas e instituciones. Sumergidos en una cultura de la sospecha y el “maleteo”, anunciar las cosas buenas es proclamar que nuestra sociedad es viable, que tenemos más elementos buenos que malos. Y por ello agradezco a los funcionarios del Ministerio y a los integrantes del Consejo de la Orden de las Palmas por esta designación.
Es necesario también dejar muy claro que esta condecoración no la recibo a título personal. Lo hago junto a miles de personas con las que me he relacionado, he interactuado y de las cuales he recibido mucho: familiares, profesores, amigos, compañeros de estudio, colegas docentes y administrativos, alumnos, exalumnos, funcionarios del Ministerio, militantes de partido, hermanos de comunidad en la fe, consocios de instituciones de servicio. Sin ese mutuo dar y recibir, nadie forja una personalidad positiva.
Por ello quiero expresar mi agradecimiento a todos y todas quienes me han ayudado, me siguen y me seguirán ayudando a construir mi persona y mi vida, a ser feliz en el camino de la difusión del Reinado de Dios que implica una sociedad donde imperen el amor, la justicia y la verdad. También agradezco a quienes reconocen en mí ese afán de aportar a que el mundo y las personas que se relacionan conmigo sean mejores: un reconocimiento que se expresa en detalles mucho más significativos que una medalla: compañeros y profesores de estudios que tras 40 años de egresados seguimos manteniendo la amistad; exalumnos que enseñé hace 10, 20, 30 o más años que siguen considerándome su maestro; amigos, exalumnos y alumnos que llegan a la cita de amistad de cada 22 de diciembre; antiguos y actuales alumnos que aceptan mi permanente reto a madurar y a trascender porque saben que más allá de mi estilo rudo o la a veces excesiva energía, lo hago con enorme cariño; profesionales ligados a la educación en el Ministerio, Foro Educativo o el Consejo Nacional de Educación que toman en cuenta mis opiniones. Como siempre les he dicho, todos llevan algo de mí, así como yo llevo en mi ser algo de cada uno de ustedes.
Muchos han expresado en sus líneas de propuesta o de saludo una serie de virtudes y aciertos; tengo algunos talentos que recibí de Dios, y siento el deber y la alegría de compartirlos. Pero considero como mi capacidad más valiosa sintonizar con lo mejor de cada persona con la que me relaciono. Todos tenemos cosas buenas y malas; en mi vida he intentado siempre detectar lo bueno de cada cual, y sobre ello sumar lo bueno mío para ser parte de la “luz del mundo”.
Junto con lo positivo tengo fallas, limitaciones y pecados y hago propicia la ocasión para pedir perdón a quienes los haya afectado. Pero el reconocimiento no se hace a quienes son perfectos, sino a aquellos a quienes su imperfección les sirve de impulso para superarse. San Pablo señala (2 Cor 4, 7) que “llevamos el tesoro en vasos de barro, para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y que no viene de nosotros”. Reconocer mis deficiencias me ayuda a saber que mi vaso es de barro, que lo bueno es de Dios, que siempre lo necesito a él ya mis hermanos, y evita el defecto mayor que es la soberbia, el sentirse autosuficiente.
Quienes bien me quieren me dicen que hubiera sido mejor la condecoración en el grado de Amauta. Yo creo que no: el Amauta es el sabio, y lo que he querido ser desde mi niñez no es sabio, sino maestro. Si bien me gradué como profesor en 1977 en la Universidad Católica (a la que debo tanto), mi formación docente empezó en realidad en la extraordinaria secundaria que viví como interno en la Villa Marista, donde aprendí muchos de los valores y habilidades que hoy desarrollo. Desde que hace 39 años me inicié profesionalmente como docente en el colegio Champagnat de Chosica (cuando tenía 17 años de edad) nunca dejé el aula; continué enseñando en la Escuela de Cabos y Marineros, en el Maristas San Juan, en la Recoleta, y por último en el Colegio Héctor de Cárdenas, institución que junto con la comunidad cristiana del mismo nombre es parte de mi vida. Pido a Dios que sea siempre el colegio motivador, personalizado y comprometido que es hoy.
Ser condecorado es un nuevo reto: siempre se espera más del que ha sido objeto de reconocimiento público. Siento que este reto es mejorar cada día; que los años que vienen me den más sabiduría, pero no me apaguen la energía y la juventud. Y para ello cuento con el apoyo de todos ustedes, pues juntos recibimos la medalla y juntos tenemos que hacer honor a la misma.
Nuevamente gracias.
Juan Borea Odría
Nota del Editor: El artículo Compartiendo desde la Vida por razones de la Gran Fiesta que es la Navidad se publica hoy y no mañana. La noticia sobre la condecoración de Juan Borea la pueden leer haciendo click aquí.
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