sábado, 23 de agosto de 2008

“EL SEXO Y YO – (capítulo III)”

Cuando la capacidad narrativa es buena, el orden de lectura la pone el lector, es decir que podemos hacer uso de nuestra libertad para tomar cualquier parte de la obra; de acuerdo a nuestros propios fines e intereses, y comenzar la lectura por el principio, por el final o por en medio y siempre nos parecerá buena y con sentido, hagan la prueba con alguna porción escrita por Gabo, Rulfo, Borges o Isabel Allende y comprenderán el sentido de lo que quiero decir ya que siempre será bueno, de cuando en cuando, romper con la monotonía de lo lineal y monocorde y construir algunos “dibujos” con nuestras lecturas. Hace algunas semanas, les hice llegar el capítulo IV de un relato de Isabel Allende: “El sexo y yo”, ahora les hago entrega del capítulo III y podrán darse cuenta que su prosa es tan fresca leyéndola de atrás para adelante o viceversa, veamos:

“Yo era plana. Ahora no tiene importancia, pero en los cincuenta eso era una tragedia, los senos eran considerados la esencia de la feminidad. La moda se encargaba de resaltarlos: sweater ceñido, cinturón ancho de elástico, faldas infladas con vuelos almidonados. Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado. Los modelos eran Jane Mansfield, Gina Lollobrigida, Sofia Loren. ¿Qué podía hacer una chica sin pechos? Ponerse rellenos. Eran dos medias esferas de goma que a la menor presión se hundían sin que una lo percibiera. Se volvían súbitamente cóncavos, hasta que de pronto se escuchaba un terrible plop-plop y las gomas volvían a su posición original, paralizando al pretendiente que estuviera cerca y sumiendo a la usuaria en atroz humillación.

También se desplazaban y podía quedar una sobre el esternón y la otra bajo el brazo, o ambas flotando en la alberca detrás de la nadadora. En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil. Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades entre los sectores musulmanes, inspirados en la política panarábiga de Gamal Abder Nasser, y el gobierno cristiano. El Presidente Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio desembarcó la VI Flota norteamericana. De los portaaviones desembarcaron cientos de marines bien nutridos y ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero era imposible evitar que los jóvenes se encontraran.

Me escapé del colegio para ir a bailar con los yanquis. Experimenté la borrachera del pecado y del rock n'roll. Por primera vez mi escaso tamaño resultaba ventajoso, porque con una sola mano los fornidos marines podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus cabezas rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra frenética de Elvis Presley. Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi carrera y su sabor a cerveza y a Ketchup me duró dos años. Los disturbios en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los niños de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa de mi abuelo. A los quince años, cuando planeaba meterme a monja para disimular que me quedaría solterona, un joven me distinguió por allí abajo, sobre el dibujo de la alfombra, y me sonrió. Creo que le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté hasta cinco años después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.

La píldora anticonceptiva ya se había inventado, pero en Chile todavía se hablaba de ella en susurros. Se suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las mujeres, ellos debían seducirnos para que les diéramos "la prueba de amor" y nosotras debíamos resistir para llegar "puras" al matrimonio, aunque dudo que muchas lo lograran. No sé exactamente cómo tuve dos hijos.

Y entonces sucedió lo que todos esperábamos desde hacía varios años. La ola de liberación de los sesenta recorrió América del Sur y llegó hasta ese rincón al final del continente donde yo vivía. Arte pop, mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beattles. Todas imitábamos a Brigitte Bardot, despeinada, con los labios hinchados y una blusita miserable a punto de reventar bajo la presión de su feminidad. De pronto un revés inesperado: se acabaron las exuberantes divas francesas o italianas, la moda impuso a la modelo inglesa Twiggy, una especie de hermafrodita famélico. Para entonces a mí me habían salido pechugas, así es que de nuevo me encontré al lado opuesto del estereotipo. Se hablaba de orgías, intercambio de parejas, pornografía. Sólo se hablaba, yo nunca las vi. Los homosexuales salieron de la oscuridad, sin embargo yo cumplí 28 anos sin imaginar cómo lo hacen.

Surgieron los movimientos feministas y tres o cuatro mujeres nos sacamos el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y salimos a desfilar, pero como nadie nos siguió, regresamos abochornadas a nuestras casas. Florecieron los hippies y durante varios años anduve vestida con harapos y abalorios de la India. Intenté fumar mariguana pero después de aspirar seis cigarros sin volar ni un poco, comprendí que era un esfuerzo inútil. Paz y amor. Sobre todo amor libre, aunque para mí llegaba tarde, porque estaba irremisiblemente casada.

Mi primer reportaje en la revista donde trabajaba fue un escándalo. Durante una cena en casa de un renombrado político, alguien me felicitó por un artículo de humor que había publicado y preguntó si no pensaba escribir algo en serio. Respondí lo primero que me vino a la mente: sí, me gustaría entrevistar a una mujer infiel. Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó hacia la comida. Pero a la hora del café la dueña de casa -treinta y ocho años, delgada, ejecutiva en una oficina gubernamental, traje Chanel- me llevó aparte y me dijo que sí le juraba guardar el secreto de su identidad, ella aceptaba ser entrevistada. Al día siguiente me presenté en su oficina con una grabadora. Me contó que era infiel porque disponía de tiempo libre después de almuerzo, porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia estima y porque los hombres no estaban tan mal, después de todo. Es decir, por las mismas razones de tantos maridos infieles, posiblemente el suyo entre ellos. No estaba enamorada, no sufría ninguna culpa, mantenía una discreta garçonière que compartía con dos amigas tan liberadas cómo ella.

Mi conclusión, después de un simple cálculo matemático, fue que las mujeres son tan infieles como los hombres, porque si no ¿con quién lo hacen ellos? No puede ser solo entre ellos o todos siempre con el mismo puñado de voluntarias. Nadie perdonó el reportaje, como tal vez lo hubieran hecho si la entrevistada tuviera un marido en silla de ruedas y un amante desesperado. El placer sin culpa ni excusas resultaba inaceptable en una mujer. A la revista llegaron cientos de cartas insultándonos.

Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre "la mujer fiel". Todavía estoy buscando una que los sea por buenas razones.”

Mario Domínguez Olaya

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