(En memoria de “Don Presi”, un viejo con el alma llena de sonrisas)
Resulta bastante curiosa la cómplice flexibilización inconsciente con que nuestra mirada percibe el avance de los años en “los otros” para, de esta manera, alejar la representación temida de la vejez de nuestras propias vidas.
Cuando somos niños, percibimos como viejos a los adultos que frisan entre las cuatro y cinco décadas. Desde nuestra cotidianidad infantil, decimos “viejito” para hacer referencia a una persona que se escandalizaría de ser así considerada a los cincuenta años por alguien en la Tierra. Sin embargo, nuestras miradas infantiles tienen una clara connotación comprensiva, matizada de ternura, pena e ingenuidad. El “viejito” es visto como una realidad débil a la que hay que tratar con cuidado no exento de lástima por su implícita incapacidad. El léxico que se nos enseña para referirnos a él denota eso (no es “viejo” sino “viejito”). Empero, no hay malicia en este actuar del niño.
Luego, cuando militamos incandescentemente en los años de la adolescencia y de la juventud, nuestra percepción de “los viejos” se materializa, muchas veces, en el choque generacional que enfrenta y cuestiona, que impreca y enjuicia a la generación de nuestros padres. Ya no se trata de una mirada comprensiva aunque tierna y lastimera a la vez; sino de una mirada interpeladora, negadora, cuestionadora, desafiante.
El ingreso a la adultez, acompañado de su cuota de responsabilidades adicionales y, ligado a esto, la constitución de familias y de la propia paternidad, comienzan a influir en la conformación de un cambio de perspectivas en el ser humano con relación al tema de “los viejos”. Por lo general, en esta fase de la vida se procesan re-tejimientos en las relaciones sociales con nuestros padres (abuelos ya). De alguna manera podríamos decir que la mirada comprensiva de nuestros años aurorales de la infancia respecto a “los viejitos” (mirada que se construía hacia afuera de la casa), regresa con nuestra avanzada adultez para percibir comprensivamente –hacia adentro de nuestras vidas- a “nuestros viejos” (sabiendo en qué nos parecemos y en qué no nos parecemos).
La negación de la adolescencia y juventud temprana da paso no a una actitud reificadora de nuestros padres, sino a una comprensión crítico-dialéctica de sus respectivas vidas y de nuestra propia vida en relación a las de ellos. La serenidad del adulto, aunque firme, caracteriza este momento. Pero… ¿por qué sucede esto?. Quizá no lo queramos reconocer, pero uno de los posibles factores explicativos es el hecho de que una temible sospecha comienza a rondar nuestros días y nuestras mentes. Esa sospecha tiene nombre y se llama “vejez”. Esa “vejez” que siempre fue percibida como externalidad respecto a nuestras propias vidas (externalidad en nuestro ojos de niño, externalidad en nuestros gritos de adolescente y joven, e, incluso, externalidad en nuestra condición de adulto en actitud comprensiva frente a “sus viejos”).
Pero la vejez deja en algún momento de ser una realidad externa a nuestras vidas. Es más, dialécticamente hablando, la vejez es condición de nuestras vidas desde el momento en que nacemos. Sin embargo, culturalmente hechos en una perspectiva predominantemente occidental, preferimos “correrle” a la vejez, ahuyentarla, espantarla, ignorarla, obviarla. Mejor será imaginar que no está, menos que nos espera y, peor aún, que ya somos viejos. No se debe olvidar que en el contexto de la cultura burguesa occicéntrica estéticamente bellomaníaca, la vejez asusta y es desagradable (por ende, es antiestética). Al respecto, en 1970 Simone de Beauvoir escribía en su obra “La vejez” lo siguiente:
“Norteamérica ha tachado de su vocabulario la palabra muerte: se habla del ser querido que se fue; asimismo evita toda referencia a la edad avanzada. En Francia, actualmente, es también un tema prohibido. Cuando al final de La fuerza de las cosas infringí ese tabú, ¡qué indignación provoqué!. Admitir que yo estaba en el umbral de la vejez era decir que la vejez acechaba a todas las mujeres, que ya se había apoderado de muchas. ¡Con amabilidad o con cólera mucha gente, sobre todo gente de edad, me repitió abundantemente que la vejez no existe!. Hay gente menos joven que otra, eso es todo. Para la sociedad, la vejez parece una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar”.
Y ciertamente, sucede que llegados a los años de adultez –y conforme van pasando estos- los parámetros para considerar viejo o vieja a alguien –y, por oposición, para considerar joven a alguien- se van estirando casi indefinidamente. Y así resulta que cuando tenemos 45 años y nos enteramos de alguien que se murió a los 60 diremos, con entero convencimiento por cierto, de que “se murió bien joven”. Y a la par que vayamos aumentando en edad nosotros mismos, nuestros parámetros de medición de lo viejo se irán relativizando más y más de tal manera que la vejez como realidad, se aleje lo más posible de nuestras fronteras hasta prácticamente terminar siendo inexistente. Así pues, en la medida en que eternicemos la juventud de los otros, estaremos eternizando nuestra propia juventud y escapando de la vejez; y entonces, la vejez no será, cumpliéndose, de alguna forma, el codiciado mito de la eterna juventud (ficticia, ciertamente, como toda falsa conciencia social). Y al no ser, al no existir la vejez ¿para qué reparar en ella?. El sistema se ahorra así el complicado problema de pensarla en término de políticas. El sistema, pues, maquiavélicamente promueve la invisibilización de la vejez (de esa porción de personas “no productivas” y, por ende, “desechables” para el capitalismo en tanto sinónimo de gasto y no de ingreso).
Estoy convencido que el tipo de sociedad en el que vivimos hace pensar así respecto a temas como el de la vejez de los seres humanos. Un sistema como este, basado en la explotación y en el ejercicio de la dominación bajo múltiples formas y manifestaciones, es poco sincero y muy hipócrita, sobre todo en relación al tema del que he escrito. Las voces del sistema y de sus instituciones probablemente hablen del anciano como sinónimo de experiencia, sabiduría y serenidad pero, sin embargo, al mismo tiempo, este mismo sistema trata al anciano como cualquier cosa, intentando vaciarlo de dignidad. Basta con ver la realidad de los viejos y las viejas en el Perú en las veredas invernales del centro de Lima a medianoche, acumulando sus calcios debilitados a la hora de dormir. Basta con conocer las condiciones en las que están los hospitales y comedores de beneficencia donde, diariamente se agolpan centenares de viejos y viejas buscando que intentar subsistir. Basta hablar con los jubilados y conocer sus historias de vida en las colas de pago de pensiones, o a la salida de sus reuniones, o luego de sus protestas y manifestaciones callejeras demandando dignidad.
Simone de Beauvoir, en la obra antes citada, escribía lo siguiente:
“En cuanto a los sentimientos humanitarios, a pesar de las charlas hipócritas, no intervienen. La economía está basada en el lucro, a él está subordinada prácticamente toda la civilización; sólo interesa el material humano en la medida en que rinde. Después se lo desecha”.
Asimismo decía
“La palabra “arrumbar” expresa muy bien lo que quiere decir. Nos cuentan que la jubilación es la época de la libertad y del ocio; los poetas han alabado “las delicias del puerto”. Son mentiras desvergonzadas. La sociedad impone a la inmensa mayoría de los ancianos un nivel de vida tan miserable que la expresión “viejo y pobre” constituye casi un pleonasmo; a la inversa, la mayoría de los indigentes son viejos. Los ocios no abren al jubilado posibilidades nuevas; en el momento en que el individuo se encuentra por fin liberado de coacciones, se le quitan los medios de utilizar su libertad. Está condenado a vegetar en la soledad y el aburrimiento, es un puro desecho. Que durante los quince o veinte últimos años de su vida un hombre no sea más que un desecho es prueba del fracaso de nuestra civilización; esta prueba nos angustiaría si consideráramos a los viejos como hombres, con una vida humana detrás de ellos, y no como cadáveres ambulantes. Los que denuncian nuestro sistema mutilante deberían poner de relieve este escándalo”.
Tenía toda la razón De Beauvoir. Hay que poner de relieve este escándalo. Hay que dignificar la condición de viejo que el sistema se niega a hacer. Al final de cuentas, si de reales vejeces se trata, nuestro sistema social es el que, hace rato, viene dando clarísimos signos de su insoluta decrepitud en este y otros temas.
Que mañana y los siguientes días sean buen tiempo para vivir.
Daniel Zevallos Chávez
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