SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida
San Juan 6, 51 - 58
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: –«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.» Disputaban los judíos entre sí: –«¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: –«Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mi. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre. »
Reflexión
En el milagro de Caná, el color del agua fue alterado y tomó el del vino; el sabor del agua cambió igualmente y se transformó en sabor de vino, de buen vino; las propiedades naturales del agua cambiaron... Todo cambió en aquel agua que llevaron los sirvientes a Jesús. No sólo las apariencias, los accidentes, sino el mismo ser del agua, su substancia: el agua fue convertida en vino por las palabras del Señor. Todos gustaron aquel vino excelente que pocos momentos antes era agua corriente.
En la Sagrada Eucaristía, Jesús, a través de las palabras del sacerdote, no
cambia, como en Caná, los accidentes del pan y del vino (el color, el sabor, la
forma, la cantidad), sino sólo la substancia, el ser mismo del pan y del vino,
que dejan de serlo para convertirse de modo admirable y sobrenatural en el
Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Permanece la apariencia de pan, pero allí ya no
hay pan; se mantienen las apariencias del vino, pero allí no hay nada de vino.
Ha cambiado la substancia, lo que era antes en sí misma, aquello por lo que una
cosa es tal a los ojos del Creador. Dios, que puede crear y aniquilar, puede
también transformar una cosa en otra; en la Sagrada Eucaristía ha querido que
esta milagrosa transformación del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo
pueda ser percibida sólo por medio de la fe. En el milagro de la multiplicación
de los panes y de los peces (Cfr. Jn 6, 1
ss), la substancia y los accidentes no sufrieron alteración alguna: pan y
peces había al principio, y este mismo alimento fue el que comieron aquellos
cinco mil hombres, quedando saciados. En Caná, el Señor transformó sin
multiplicarla una cantidad de agua en otra igual de vino; en aquel lugar
apartado donde le habían seguido aquellas multitudes, Jesús aumentó la cantidad,
sin transformarla. En el Santísimo Sacramento, a través del sacerdote, Jesús
transforma la substancia misma, permaneciendo los accidentes, las apariencias.
Cristo no viene con un movimiento local, como cuando uno se traslada de un lugar
a otro, al Sacramento del Altar. Se hace presente mediante esa admirable
conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre.
Cristo está presente en la Sagrada Eucaristía con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Es el mismo Jesús que nació en Belén, que hubo de huir a Egipto en brazos de José y de María, el que creció y trabajó duramente en Nazaret, el que murió y resucitó al tercer día, el que ahora, glorioso, está a la derecha de Dios Padre. ¡El mismo! Pero es lógico que no pueda estar del mismo modo, aunque su presencia sea la misma
[Tomado de "Hablar con Dios", de F. Carvajal]
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