lunes, 1 de septiembre de 2008


HÉCTOR DE CÁRDENAS AÚN SIEMBRA EN NUESTROS DÍAS
(A propósito de los veinticinco años de la “criatura” de Juan)

En un artículo que publiqué el 24 de Marzo del presente año en esta columna, y que dediqué al recuerdo de una mujer española muy singular, que fue mi maestra en secundaria –me refiero a la madre Mercedes- hacía referencia a la especial forma como se construyó el discurso educativo de lo religioso, en un colegio como el Maristas de San Juan, allá por los años setentas. Aun hoy, por ejemplo, tengo presente, de manera muy reconocida, la lectura que hacíamos de los textos de Helder Cámara (el obispo brasileño de los pobres), o de la Conferencia Episcopal de Medellín, o de otros documentos que, en lo personal, ponían a prueba una práctica de compromiso con el mundo real, diario, cotidiano, con el mundo de los pobres y oprimidos. Una perspectiva que buscaba romper con una postura “religiosa” solo de domingo, de golpes en pecho y, al fin de cuentas, aunque la palabra suene algo fuerte, de cucufatería.

Eran tiempos en los que la iglesia católica –sobre todo en el caso latinoamericano- intentaba afirmar su giro identitario hacia lo que yo llamaría como una doctrina de amor y compromiso, cuestionando buena parte de su propia historia marcada por su carácter predominante de doctrina de castigo. Este proceso, sin embargo, no estuvo exento de complejidades y contradicciones. El debate –bastante fuerte en muchos casos- recorría el interior de los predios de la propia iglesia a escala internacional. Ya por entonces escuchábamos del Opus Dei, al que identificábamos como una de las más claras expresiones del conservadurismo duro, altamente resistente al cambio. El discurso de una teología emancipadora, liberadora del hombre, era la expresión de lo bueno, de lo nuevo, del cambio en la iglesia. Ese proceso lo mirábamos –al menos así pasaba conmigo- con mucha simpatía en aquellos años de pubertad y adolescencia.

Y los nombres de gente de la iglesia que se aventuraba a obrar distinto, comenzaron a brotar ante nuestros ojos y ante nuestros oídos, y comenzaron a quedarse en nuestra mente. Gente de crucifijo que optaba por trabajar su fe desde lo terrenal, desde las comunidades cristianas de base, por ejemplo, empujando el cambio del mundo plena de compromiso, aceptando los riesgos que ello de hecho habría de traer. Palabra crucial: compromiso. Palabra crucial porque las formas concretas en que se tradujo fueron diversas en Latinoamérica, aunque todas ellas se nutrían de una perspectiva común. Y los nombres brotaron. Algunos con más estridencia mediática que otros pero todos ellos llenos de fe. Mencionemos algunos de los más conocidos: Helder Cámara, Gustavo Gutiérrez, Arnulfo Romero, Leonardo Boff, Ernesto Cardenal, etc.

Es en ese contexto histórico de la fe y de la iglesia que en el Perú Juan Borea seguramente se vinculó con el padre Héctor de Cárdenas. Confieso que no lo conocí mucho. Apenas tuve la oportunidad de verlo un par de veces e intercambiar una breve comunicación con él, cuando ya tenía enormes dificultades para hablar por la operación a la lengua que le habían practicado, debido al cáncer que lo afectaba. Las oportunidades en que lo vi fue en la casa de la comunidad que el conducía y a la que pertenecía Juan. Asistí allí, en tiempos escolares, por invitación de este último, a la sazón nuestro profesor en el Maristas de los nutrientes años setentas. En realidad, los que constituimos la promoción 78 del colegio, conocimos al padre Héctor principalmente a través de la experiencia de Juan. Y era a todas luces claro que para él, Héctor significaba mucho en diversos aspectos. Y era también claro que para nosotros –al menos en lo que a mí corresponde- Juan significaba mucho en nuestros últimos años escolares. Por eso, más que por una vivencia directa, aprendimos a tener un gran respeto por el padre Héctor.

Los seres humanos necesitamos de la producción de un mundo simbólico para hacer más inteligible la vida social. Las sociedades producen estructuras simbólicas que median entre los sujetos como parte de sus procesos comunicacionales. A esto le llamamos los sociólogos el mundo intersubjetivo. Los símbolos adquieren importancia por la potencial fuerza condensadora que pueden llegar a tener. Condensación de historia, condensación de ideologías, condensación de sentidos identitarios. Los símbolos evocan significados más o menos arraigados en la vida del ser humano. Si uno se pone a pensar en lo que implica la selección de los nombres para nuestros hijos, entenderá que tiene mucho que ver con significaciones de contenido simbólico. Recuerdo que cuando se trató de elegir el nombre de mi primera hija, decidimos –a iniciativa mía- llamarla Dayre Libertad. Dayre por la significancia de la unión de las primeras sílabas de los nombres de sus padres y Libertad… bueno, libertad por la significación que esa palabra tenía en los años noventas de nuestra historia nacional. Cuando Juan se lanzó a la bella aventura de procrear un centro educativo en nuestro sufrido Perú, hace veinticinco años, tuvo que otorgarle un nombre que evocara grandes significados. Tratándose de Juan, seguro que no hubo muchas dudas al respecto. Llamó a su criatura “Héctor de Cárdenas”. El tiempo, seguramente, les habrá demostrado a todos que no se equivocó con esa denominación. El compromiso del padre Héctor aún siembra en nuestros días.

Que mañana y los siguientes días sean buen tiempo para vivir.
Daniel Zevallos Chávez

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