sábado, 2 de julio de 2011


EL CHATO

Un trienio, tres décadas, seis lustros, quince bienales, treinta años; dígase como se quiera, pero ese es el tiempo que no tenía ninguna noticia de mi gran amigo y compañero Luchito Paredes, conocido en todo el orbe como “Chato”; hasta que hace poco, gracias a nuestro amigo Paco y al chat que ha colocado en el blog logró contactarse por la tierra del Tío Sam -casi esotéricamente- con el legendario Luchito haciendo que los mejores recuerdos se conmocionaran en mi cabeza rememorando los agradables momentos de nuestra primera juventud y las aventuras sin fin que marcaron los pequeños y grandes descubrimientos de nuestras vidas.

Recuerdo vívidamente el recorrido que hacíamos en bicicleta, del colegio a nuestras casas, jodiendo de cuando en cuando a las chicas de otros colegios; las tardes que pasábamos en su casa o en la mía con “Pitita” “dizque” para hacer tareas o ponernos al día pero que invariablemente terminábamos en alguna pichanga con el otro “Chato” que vivía al frente y que ya no recuerdo cómo se llamaba; eran los días siempre azules que vivíamos felices e indocumentados.

Ya en cuarto de secundaria, nuestras preferencias de diversión viraban con fuerza hacia territorios más sensuales y espirituosos, como en aquella oportunidad que se había organizado una fiesta donde Roberto y Luchito ofreció su casa para que la respectiva comisión preparara un novísimo cocktail, si mal no recuerdo nos reunimos Juan Nolasco, Pitita, Franz, el Chato y yo para preparar el brebaje de marras, el único detalle era que ninguno de nosotros sabía con certeza lo que íbamos a hacer ya que sólo teníamos en nuestro haber una botella grande de cañazo, cuya procedencia era incierta, y que nos sobró de un campamento del Club de Excursionismo.


Luego de la consabida lluvia de ideas, el Chato echó mano a un par de kilos de naranjas y una botella de miel de abeja que su mamá tenía guardados en la cocina, hicimos la mescolanza con una delicadeza casi ritual y el resultado fue un trago bastante fuerte pero de sabor agradable; tuvimos que hacer un gran esfuerzo para no darle trámite ahí mismo, el compromiso era llevarlo intacto a la fiesta y así lo hicimos no sin antes entablar una nueva discusión sobre cómo bautizaríamos a este nuevo néctar del Olimpo y por unanimidad decidimos ponerle por nombre “Noche de Ambrosía”, nadie supo nunca porqué, pero sonaba bonito.

Finalizado el quinto año, en las vacaciones, hicimos un viaje Pitita, el Chato y yo; fuimos a Trujillo a visitar a la abuela de Pitita en la Coop. Chiclín, demás está decir que la hospitalidad de la familia de Carlos fue excepcional y abrumadora; en ese viaje nos pasó de todo, primero nos encontramos con Roberto y nos metimos una bomba a punta de pisco y terminamos en el lugar donde se reúnen las chicas malas que están muy buenas, Pitita se quedó dormido en un pasadizo, el Chato se fue con una mami que estaba más que madurita y yo me lié con una loquita que le prendió fuego al piso alrededor de la cama dizque para calentar el cuarto; al día siguiente y víspera de nuestro retorno a Lima se nos ocurrió acampar en una playa de la cual no teníamos ninguna referencia, ya habíamos comprado los pasajes de regreso y por seguridad los pusimos en una bolsa plástica junto con el dinero que nos sobraba, le atamos una cuerda y lo enterramos en la arena dejando un corto extremo para poder jalarlo; esta precaución resultó casi premonitoria ya que el sitio donde llegamos resultó ser un huarique de malandrines y en la oscuridad de la noche nos asaltaron, rebuscaron nuestras mochilas y nos quitaron los relojes, algún sencillo y hasta querían llevarse las zapatillas de Pitita, a mi me arrojaron arena a los ojos y me golpearon entre varios como para “ablandarme”, se convencieron que estábamos “misios” y nos dejaron ir, levantamos nuestras mochilas y al hacerlo, disimuladamente, jalamos nuestro preciado “tapadito” y pudimos poner a buen recaudo los únicos medios que garantizaban nuestro retorno a Lima.

Lo cierto es que hoy, a la distancia de un tiempo que pareciera lejano pero que siempre está ahí, nadie nos quita lo bailado.

 Mario Domínguez Olaya

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